En muchas ocasiones aparecen en nuestra vida momentos de tristeza en los que todo parece volverse en nuestra contra, en los que no nos apetece movernos de casa y en los que nos sentimos incomprendidas e invisibles.
Son esos momentos eternos, que se prolongan en el tiempo y nos oprimen. Intentamos evitarlos, huimos de ellos, los rechazamos y fingimos que no existen o que forman parte únicamente de nuestra imaginación.
Yo misma me he sentido así, debilitada y confundida, deseando que pase rápido, recurriendo a otras compensaciones para aliviar el dolor.
Pero, lo que no se mastica y se digiere, al final vuelve de nuevo, regresa a nosotras e incluso se enquista, produciendo esa eterna sensación de vacío en nuestro estado de ánimo.
La educación que hemos recibido nos ha ayudado poco en cuanto a la gestión de nuestras emociones. Si vemos a alguien triste, llorando, tendemos a evitarlo, a decirle que no llore, en lugar de permitirle expresar su dolor.
La tristeza no es buena ni mala, es un estado emocional tan válido y necesario como otro cualquiera.
Cuando te das cuenta de lo importante que es permitirte sentirla es cuando te reconoces integralmente como un ser completo, con sentimientos y emociones.
Si la sustituyes con recursos banales como el alcohol, las drogas, las compras compulsivas, la autocrítica, el exceso de comida o la agresión, volverá a tu vida constantemente como parte de tu evolución.
La represión de emociones no hace sino ir llenando nuestro vaso hasta que éste se desborda porque ya no tiene más cabida.
Aprende a escucharte, deja que fluyan tus emociones, no intentes detenerlas. De esta forma pasarán por tu vida proporcionándote un aprendizaje que te hará más fuerte y más libre, al tiempo que enriquecerá tu experiencia y tu autoconocimiento.
Pregúntate ¿qué siento?, ¿cómo me siento? y permítete sentirlo. Llora si lo necesitas, no te reprimas. Siendo consciente de tus sentimientos aprendes a aceptarlos y a convivir con ellos y entiendes que forman parte de ti misma.